La langosta y el grillo
Caminaba a lo largo del muro con techo de tejas de la universidad, cuando decidí cambiar de rumbo y marchar hacia el edificio de la facultad. Al cruzar la verja blanca que rodea el patio, desde un oscuro conjunto de arbustos, bajo unos cerezos que ya estaban negros, me llegó el canto de un insecto. Aminoré la marcha y presté atención a ese sonido, sin ganas de desprenderme de  él, tanto que giré sobre mi derecha para no abandonar del todo el patio. Al volverme hacia la izquierda, vi que la verja se abría hacia un terraplén con naranjos y, al aproximarme a ese rincón, se me escapó una exclamación de sorpresa. Mis ojos, brillantes de curiosidad, descubrieron lo que se les revelaba y me apresuré con pasos ágiles.En el fondo del terraplén se mecía un racimo de hermosas linternas multicolores, como las que se ven en los festivales de remotas aldeas campesinas. Sin necesidad de más datos, me di cuenta de que  se  trataba  de  un  grupo  de  niños  participando  de  una  cacería  de  insectos  en  medio  de  los arbustos. Eran como veinte linternas. No sólo las había carmesíes, rosas, violetas, verdes, celestes y amarillas, sino que alguna hasta brillaba con cinco colores al mismo tiempo. También había algunas rojas, de forma cuadrada, compradas en algún negocio. Pero la mayoría eran unas cuadradas y muy bellas que los propios niños habían fabricado con mucho amor y dedicación. Las linternas que se balanceaban, el grupo de niños en esa solitaria colina, ¿no componían acaso una escena digna de un cuento de hadas?Cierta noche, uno de los niños de la vecindad había oído el canto de un insecto en esa colina. Se compró una linterna roja y volvió a la noche siguiente para buscarlo. A la siguiente, se le unió otro. Este nuevo compañero no podía comprarse una linterna, así que hizo cortes en el frente y la parte posterior de un cartón y, empapelándolo, colocó una vela en la base y le ató una cuerda en la parte superior. El grupo creció a cinco, y en seguida a siete. Aprendieron a colorear el papel que tensaban sobre el cartón ya cortado, y a dibujar sobre él. Luego estos sabios niños artistas, cortando de hojas de papel formas como redondeles, triángulos y rombos, y coloreando cada ventanita  de un modo distinto, con círculos y diamantes rojos y verdes, lograron un diseño decorativo propio y completo. El niño de la linterna roja pronto la descartó por ser un objeto sin gusto que se podía comprar en cualquier negocio. El que se había fabricado la suya la desechó porque juzgó su diseño demasiado simple. Lo ideado la noche anterior resultaba insatisfactorio a la mañana siguiente. Cada día, con tarjetas, papel, pinceles, tijeras, navajas y cola, los niños hacían nuevas linternas que surgían de su mente  y  su  corazón.  ¡Mira  la  mía!  ¡Que  sea  la  más  bella!  Y  cada  noche  salían  a  su  cacería  de insectos. Eran los niños y sus lindas linternas lo que estaba viendo ante mí.Extasiado, me quedé dejando correr el tiempo. Las linternas cuadradas no sólo tenían diseños pasados de moda y formas de flores, sino que los nombres de los niños que las habían construido estaban  calados  en  caracteres  rectos  de  silabario.  A  diferencia  de  los  pintados  sobre  las linternas rojas, otras (hechas con cartulina gruesa recortada) llevaban sus dibujos sobre el papel que cubría las ventanitas, de modo que la luz de la vela parecía emanar de la forma y el color del dibujo. Las linternas resaltaban las sombras de los arbustos. Y los niños se acuclillaban ansiosos en esa colina dondequiera que oyeran el canto de un insecto.—¿Alguien quiere una langosta?Un chico, que había estado escudriñando un arbusto a unos tres metros de los otros, se irguió de improviso para gritar esa frase.—Sí, dámela.
Seis o siete niños se le acercaron  corriendo. Se amontonaron detrás del que la había hallado, intentando espiar dentro de la mata de plantas. Restregándose las manos y estirando los brazos, el muchacho se quedó de pie, como custodiando el arbusto donde estaba el insecto. Balanceando  la linterna con la mano derecha, volvió a convocar a los otros niños.—¿Nadie quiere una langosta? ¡Una langosta!—Yo la quiero.Cuatro o cinco chicos más llegaron corriendo. Parecía que nadie podría haber cazado un insecto más precioso que una langosta. El muchacho gritó por tercera vez.—¿Nadie más quiere una langosta?Otros dos o tres se aproximaron.—Sí, yo la quiero.Era una niña, que se ubicó justo a espaldas del chico que había encontrado el insecto. Dándose vuelta  graciosamente,  éste  se  inclinó hacia  ella.  Pasó la  linterna  a  su  mano  izquierda  y  metió la derecha en el arbusto.—Es una langosta.—Sí, la quiero tener.El  chico  se  puso  de  pie  de  un  salto.  Como  si  dijera  "aquí lo  tienes",  extendió el  puño  que aferraba el insecto hacia la niña. Ella, deslizando su muñeca izquierda bajo la cuerda de la linterna, envolvió con  sus  dos  manos  el  puño  del  muchacho.  Él  abrió con  presteza  su  puño.  Y  el  insecto quedó atrapado entre el pulgar y el índice de la niña.—Oh, no es una langosta sino un grillo.Los ojos de la niña brillaron al mirar el pequeño insecto castaño.—Un grillo, un grillo.Los niños repitieron como un coro codicioso.—Un grillo, un grillo.Clavando su inteligente y brillante mirada en el chico, la jovencita abrió la jaulita que llevaba a un costado y depositó en ella al grillo.—Es un grillo.—Oh, sí, es un grillo —murmuró el chico que lo había capturado. Sostuvo la jaulita a la altura de  sus ojos y observó el  interior.  A la luz  de su bella  linterna  multicolor,  también sostenida  a  la misma altura, observó el rostro de la niña.Oh,  pensé,  y  tuve  envidia  del  chico,  y  me  sentí cohibido.  ¡Qué tonto  había  sido  yo  al  no comprender su acción! Y contuve la respiración. Había algo sobre el pecho de la niña, algo de lo que ni el niño que le había dado el grillo, ni ella que lo había aceptado, ni los niños que observaban se habían percatado.¿Acaso  en  la  débil  luz  verdosa  que  caía  sobre  el  pecho  de  la  niña,  no  se  leía  claramente  el nombre  "Fujio"?  La  linterna  del  chico,  que  colgaba  al  lado  de  la  jaulita  de  la  niña,  inscribía  su nombre, grabado con navaja en la verde apertura empapelada, sobre el blanco kimono de algodón de ella. La linterna de la niña, que pendía blandamente de su muñeca, no proyectaba su inscripción con tanta claridad, pero era posible distinguir, en una temblorosa mancha roja sobre la cintura del muchacho, el nombre "Kiyoko". De este azaroso juego entre el rojo y el verde —fuera azar o juego— ni Fujio ni Kiyoko estaban enterados.Incluso  si  por  siempre  recordaran  que  Fujio  le  había  dado  el  grillo  y  que  Kiyoko  lo  había aceptado,  ni  siquiera  en  sueños llegarían  a  saber que  sus nombres  habían  quedado  inscriptos:  en verde sobre el pecho de Kiyoko, en rojo en la cintura de Fujio.¡Fujio!  Cuando  ya  te  hayas  convertido  en  un  hombre,  ríe  con  placer  ante  el  deleite  de  una muchacha, a quien le han dicho que se trata de una langosta, y recibe un grillo; y r íe también con cariño de su desilusión al recibir una langosta cuando le habían prometido un grillo.Aun si tienes la astucia de buscar solo en un arbusto, alejado de los otros niños, debes saber que no  abundan  los  grillos  en  este  mundo.  Probablemente  encuentres  una  muchacha  parecida  a  una langosta a quien veas como un grillo.
Seis o siete niños se le acercaron  corriendo. Se amontonaron detrás del que la había hallado, intentando espiar dentro de la mata de plantas. Restregándose las manos y estirando los brazos, el muchacho se quedó de pie, como custodiando el arbusto donde estaba el insecto. Balanceando  la linterna con la mano derecha, volvió a convocar a los otros niños.—¿Nadie quiere una langosta? ¡Una langosta!—Yo la quiero.Cuatro o cinco chicos más llegaron corriendo. Parecía que nadie podría haber cazado un insecto más precioso que una langosta. El muchacho gritó por tercera vez.—¿Nadie más quiere una langosta?Otros dos o tres se aproximaron.—Sí, yo la quiero.Era una niña, que se ubicó justo a espaldas del chico que había encontrado el insecto. Dándose vuelta  graciosamente,  éste  se  inclinó hacia  ella.  Pasó la  linterna  a  su  mano  izquierda  y  metió la derecha en el arbusto.—Es una langosta.—Sí, la quiero tener.El  chico  se  puso  de  pie  de  un  salto.  Como  si  dijera  "aquí lo  tienes",  extendió el  puño  que aferraba el insecto hacia la niña. Ella, deslizando su muñeca izquierda bajo la cuerda de la linterna, envolvió con  sus  dos  manos  el  puño  del  muchacho.  Él  abrió con  presteza  su  puño.  Y  el  insecto quedó atrapado entre el pulgar y el índice de la niña.—Oh, no es una langosta sino un grillo.Los ojos de la niña brillaron al mirar el pequeño insecto castaño.—Un grillo, un grillo.Los niños repitieron como un coro codicioso.—Un grillo, un grillo.Clavando su inteligente y brillante mirada en el chico, la jovencita abrió la jaulita que llevaba a un costado y depositó en ella al grillo.—Es un grillo.—Oh, sí, es un grillo —murmuró el chico que lo había capturado. Sostuvo la jaulita a la altura de  sus ojos y observó el  interior.  A la luz  de su bella  linterna  multicolor,  también sostenida  a  la misma altura, observó el rostro de la niña.Oh,  pensé,  y  tuve  envidia  del  chico,  y  me  sentí cohibido.  ¡Qué tonto  había  sido  yo  al  no comprender su acción! Y contuve la respiración. Había algo sobre el pecho de la niña, algo de lo que ni el niño que le había dado el grillo, ni ella que lo había aceptado, ni los niños que observaban se habían percatado.¿Acaso  en  la  débil  luz  verdosa  que  caía  sobre  el  pecho  de  la  niña,  no  se  leía  claramente  el nombre  "Fujio"?  La  linterna  del  chico,  que  colgaba  al  lado  de  la  jaulita  de  la  niña,  inscribía  su nombre, grabado con navaja en la verde apertura empapelada, sobre el blanco kimono de algodón de ella. La linterna de la niña, que pendía blandamente de su muñeca, no proyectaba su inscripción con tanta claridad, pero era posible distinguir, en una temblorosa mancha roja sobre la cintura del muchacho, el nombre "Kiyoko". De este azaroso juego entre el rojo y el verde —fuera azar o juego— ni Fujio ni Kiyoko estaban enterados.Incluso  si  por  siempre  recordaran  que  Fujio  le  había  dado  el  grillo  y  que  Kiyoko  lo  había aceptado,  ni  siquiera  en  sueños llegarían  a  saber que  sus nombres  habían  quedado  inscriptos:  en verde sobre el pecho de Kiyoko, en rojo en la cintura de Fujio.¡Fujio!  Cuando  ya  te  hayas  convertido  en  un  hombre,  ríe  con  placer  ante  el  deleite  de  una muchacha, a quien le han dicho que se trata de una langosta, y recibe un grillo; y r íe también con cariño de su desilusión al recibir una langosta cuando le habían prometido un grillo.Aun si tienes la astucia de buscar solo en un arbusto, alejado de los otros niños, debes saber que no  abundan  los  grillos  en  este  mundo.  Probablemente  encuentres  una  muchacha  parecida  a  una langosta a quien veas como un grillo.
Y. Kawabata
 
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1 comentario:
es hermoso :D, me encantó.
Sofi.
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