Su novia de quince años, Yoko, había regresado a la casa sin color en las mejillas.
—Me duele la cabeza. Vi algo muy triste.
En la fábrica de botellas de sake, un joven obrero había escupido sangre y sufrido graves quemaduras al caer inconsciente. Y ella había visto cómo sucedía todo. También su novio conocía la fábrica. Como se trabajaba en un ambiente tórrido, las ventanas estaban abiertas durante casi todo el año. Siempre había dos o tres transeúntes parados frente a ellas. En esa calle el agua no corría y quedaba estancada con el brillo del aceite, como una cloaca decadente. En el interior húmedo, donde no entraba el sol, los obreros blandían bolas de fuego en la punta de largas varas. El sudor les corría por las camisas y las caras, tan empapadas como la ropa. Las bolas de fuego en las puntas de las varas se estrechaban hasta tomar la forma de una botella. Las metían en agua, y luego las levantaban por un momento para quebrarlas con un chasquido. Entonces un muchacho las tomaría con tenazas para llevarlas corriendo encorvado hasta el horno. A los diez minutos, quienes se hubieran detenido a mirar por las ventanas sentían la cabeza áspera y solidificada como un fragmento de vidrio, sugestionados por la excitación, el ruido y desplazamiento de las bolas de fuego. Mientras Yoko espiaba, un muchacho que cargaba una botella lanzó un escupitajo de sangre espesa y cayó exhausto al suelo, tapándose la boca con las manos. Golpeado en un hombro por la bola de fuego, abrió la boca manchada de sangre y gritó como si fuera a partirse en dos. Se levantó de un salto, corrió dando vueltas y cayó al piso.
—Cuidado, idiota. Le echaron agua sobre el hombro. El joven obrero estaba inconsciente.
—Estoy segura de que no tiene dinero para el hospital. Quiero visitarlo —le dijo a su novio.
—Ve entonces, pero has de saber que no es el único obrero que merece compasión.
—Gracias, pero me sentiré bien si lo hago. Veinte días después, el joven obrero fue a agradecer a la muchacha su visita. Pidió hablar con la "joven señorita", y Yoko salió hasta la entrada. El muchacho estaba en el jardín. Al verla, se detuvo cerca del umbral e inclinó la cabeza.
—¿Está usted mejor?
—¿Cómo? —El pálido joven parecía asustado.
Yoko tuvo que contener el llanto.
—¿Su quemadura se ha curado?
—Sí —y el muchacho empezó a desabotonarse la camisa.
—No es necesario. Yoko corrió a la habitación donde estaba su novio. Y éste le dio unas monedas. —Dáselas.
—No quiero volver. Que se las entregue la criada. Diez años más tarde. El hombre leyó un cuento titulado "Vidrio" en una revista literaria. Describía ese vecindario. El agua que no corría, con el aceite flotando brillante. Un infierno con bolas de fuego que se desplazaban. Escupitajos de sangre. Una quemadura. El favor de una muchacha burguesa
—Eh, Yoko, Yoko.
—¿Qué pasa?
—Una vez viste desmayarse a un joven en una fábrica de vidrio, y luego le diste dinero, ¿no te acuerdas? Eras estudiante del primero o segundo año del colegio secundario.
—Sí, así fue. —Ese muchacho es ahora un escritor, y ha narrado todo eso.
—¿Qué? Déjame ver. Yoko le arrebató la revista. Pero, mientras leía por encima de su hombro, él ya estaba arrepentido de habérsela mostrado. Se contaba cómo más tarde el joven había ido a trabajar a una fábrica de floreros. Allí había demostrado gran talento para el diseño del color y la forma de los floreros, por lo que no tenía que forzar su cuerpo enfermo tan duramente. Contaba también que le había enviado a la joven el más hermoso florero que había diseñado. "Durante cuatro o cinco años" —ése era el quid de la historia— "hice sin cesar floreros inspirado en la muchacha burguesa. ¿Fue mi humilde experiencia de trabajo la que había despertado mi conciencia de clase social? ¿O fue acaso el amor por la muchacha burguesa la causa? Habría sido más conveniente escupir sangre entonces, haber escupido hasta desangrarme y morir. El favor de un enemigo obsesionante. La humillación. Hace mucho tiempo, la hija de un guerrero, cuyo castillo había sido tomado, fue salvada por la piedad del enemigo; sin embargo, padeció el destino de convertirse en la concubina del hombre que había matado a su padre. El primer favor debido a la jovencita fue que ella salvó mi vida. El segundo, que ella me dio la oportunidad de buscar un nuevo trabajo. Pero vean qué tipo de nuevo trabajo: ¿para qué clase hacía yo floreros? Me había convertido en la concubina de mi enemigo. Me daba cuenta de lo encantadora que podía ser esa jovencita, entendía por qué me sentía bendecido por ella. Pero, así como un hombre no puede caminar en cuatro patas como un león, yo era incapaz de borrar el sueño por la jovencita. Imaginaba que la casa de mi enemiga se quemaba, y podía oír sus lamentos porque el bello florero se hacía trizas en su delicada habitación. Imaginaba la belleza de la muchacha destruida. Y aunque estaba en la primera línea del frente de batalla de las clases, era a la larga, apenas una hojuela de vidrio. Una simple protuberancia de vidrio. Aun hoy, en estos tiempos modernos, ¿hay alguien entre nosotros que no sienta el vidrio en su espalda? Primero, debemos hacer que nuestros enemigos rompan el vidrio sobre nuestras espaldas. Si nos desvanecemos con el vidrio, no hay nada que hacer, pero si nos vemos aliviados de nuestra carga, bailaremos y seguiremos con la lucha." Una vez que terminó de leer la historia, Yoko parecía considerar algo a la distancia.
—Me preguntaba de dónde habría venido ese florero. Él nunca la había visto con una expresión tan humilde. —Y pensar que yo era una niña entonces. Él palideció.
—Es cierto. Ya sea que luches contra otra clase o que asumas la pertenencia a una clase y luches por tu cuenta, ante todo, debes admitir que pronto acabarás destruido como individuo.
Era raro. Nunca en todos esos años había percibido él en su esposa el encanto y la frescura que tenía la niña de la historia. ¿Cómo había podido captar eso un encorvado, pálido y enfermo granuja?
Y. Kawabatta (1925)
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